HEATHERETTE

 Jimena Balcázar 


Madrid





  

Me aburre el espejo. Me conmueve mucho más el rostro ajeno, lo peculiar de otros dientes, la singularidad de otras narices. Todo en mí es tan cotidiano. Tan no-sé-cómo, pero no me moviliza a escribir nada. Quizás solo los ojos. Quizás solo por la intermitencia que he hecho de ellos.


A los ojos suelen atribuírseles cosas que, más bien, se corresponderían con la mirada: su prolongación en el tiempo, su tacto, su consuelo, su ser-siempre-lo-mismo. La biología no sabe de lugares comunes.




Un día cogí un pincel lleno de tinta y descubrí que una pupila puede ocupar la mitad de un rostro. Encontré en el rabillo del ojo un punto de referencia para nuevas líneas. Y de la línea hice una cuerda. Y de la cuerda tiré. Y de la cuerda seguí tirando. Por su longitud, comenzó a enredarse. Se anudó. Se hizo un bloque, y luego un círculo, y luego una mancha. Aunque sea difícil verlo, un descubrimiento es siempre un acierto.



Entonces no había estado ni la mitad de triste, ni la mitad de cansada, ni nunca había llorado tanto. Tal vez por eso obedecí a mi cataclismo. Qué afortunado es poder confiar en el desastre que creamos, en el desastre que somos.


 
Es afortunado porque es tanto lo que no puede saberse. Imposible saber que cuando estuviera así de triste, así de cansada, llorando tan a menudo, esa cuerda que aprendí a crearme por accidente sería la que me ayudaría a desandar mi laberinto.



Solo porque tengo un pincel que después de tanto error aprendió a moverse, hay algo que levanta mi mirada. Solo en la medida en que no son posibles dos líneas idénticas, me entretengo con el espejo. Solo porque todo puede salir mal, moralizo mi precisión.


Mis tragedias nunca se verán en mis ojos. Solo son el resultado de mi pulso, de mi trazo, de mi invento.





EXPERIMENTAL